Cada generación tiene el deber moral de descubrir el Mediterráneo, pero inmediatamente después debería ponerse a descubrir el Atlántico. El lugar adecuado para hacerlo es un archipiélago nacido de una perfecta colaboración entre los cuatro elementos: el fuego que lo alumbró y que aún lo amenaza, el mar del que emergió y que lo circunda, la tierra que lo nutre y el aire que lo conserva. Los romanos las creyeron habitadas por perros salvajes, así que las llamaron Canarias.
El mundo identifica estas islas con el turismo de masas, el sol perpetuo y la promesa de un desayuno buffet que pueda verse desde el espacio. Pero esta grotesca simplificación a la que el nativo se resigna con un ojo puesto en el PIB no debería engañarnos: Canarias es mucho antes un hogar del espíritu que una diversión para el cuerpo. Tuvo que ser Unamuno (temperamento muy poco mediterráneo) quien advirtiera la dimensión espiritual del paisaje canario, y de su fértil destierro en Fuerteventura volvió convencido de haber hallado una Mancha sublimada o una Castilla oceánica. Abrió así el camino -seguido por Aldecoa- que conduce del Mediterráneo moral al Atlántico ético.
Las islas a las que regreso siempre sin agotarlas no son las que nos venden en tasados paquetes vacacionales. Son otras que se insinúan sin entregarse entre volcanes tupidos y playas pedregosas. El contorno de esa geografía no es físico sino metafísico, y a ella no va a uno a descansar sino a ejercitar el pensamiento en la esperanza de resolver la paradoja que surge a cada paso. Singularmente en Tenerife, la isla que cifra todos los contrastes.
El tinerfeño ha preservado en el norte su arraigada identidad edificando un paraíso artificial en el sur para distraer a los turistas. Por eso el rústico guachinche convive con el hotelazo babilónico, y por eso el tinerfeño concilia a diario el orgullo con la queja. No nos visitéis tanto, no nos olvidéis tanto. El mago (campesino), el godo (peninsular) y el guiri concentran los tres desprecios clásicos del isleño, obligado a vivir de aquello que altera su natural disposición. Porque el isleño, en realidad, propende al recogimiento, cultiva la dulzura y profesa el respeto a las formas con una religiosa obstinación.
Recorriendo los dominios del Teide el viajero sensitivo creerá que asciende a Gredos y que baja a Marbella. Que aterrizó en Canadá y que ha saltado a Marruecos. Que ha puesto una pica en Flandes o que está a punto de conquistar América. Que se ha extraviado en una barriada de Carabanchel o que lo han invitado a una fiesta de postín en un palacio sevillano; porque se diría que Sevilla abrió una sucursal del Imperio en La Orotava. En ciertas cuadras tinerfeñas la pobreza de solemnidad se toca con la nobleza dinástica, y la vanguardia nunca termina de imponerse a la tradición. Un rosario a media tarde bajo el artesonado mudéjar de sus iglesias intactas es musitado por la misma garganta que perdió el pudor el carnaval pasado. Una calle de Santa Cruz conecta una parroquia canónica con la catedral de la masonería. Sobre el mismo barranco que escala un devoto ecologista se erige cualquier crimen urbanístico.
Como puerto de Europa, de América y de África, Canarias ha comerciado con todo: con esclavos seculares y con ideas de libertad, con caña de azúcar y vino de malvasía, con tablas flamencas y drogas de diseño. Tenerife ha sido cuna del universalismo ilustrado y del nacionalismo étnico, del obrerismo más furioso y del aristocratismo más rancio. Ninguna provincia española abrazó tan temprano y tan sinceramente el mestizaje, y ninguna ha perdido tanto tiempo -salvo quizá el País Vasco- romantizando la pureza rusoniana de la raza. El buen tinerfeño se piensa guanche sin haber sido nunca otra cosa que un castellano cabal.
Pero quizá la paradoja original está escrita en el viento: en los suaves alisios que bendicen Canarias desde hace millones de años, sin fallar jamás al cósmico combate contra el siroco. Y quizá en esa invencible vocación de refugio consista la verdadera naturaleza de estas islas. Cuando ayer entré en la iglesia matriz de La Concepción, en el corazón de La Laguna, vi a tres jóvenes inmigrantes que ocupaban un banco de la nave central. Se quedaron un rato. Ignoro si estaban rezando o solo refugiándose. En Canarias nunca está clara la diferencia.